[av_heading tag=’h2′ padding=’10’ heading=’COMENTARIOS A LOS FINALISTAS DEL XXXIX PREMIO MUNDIAL FERNANDO RIELO DE POESÍA MÍSTICA’ color=» style=» custom_font=» size=» subheading_active=» subheading_size=’15’ custom_class=»][/av_heading]
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Javier Alvarado, El pastor resplandeciente (Ciudad de Panamá, Panamá). En este libro, constituido exclusivamente por sonetos, se expresa, con gozo, un hondo sentimiento religioso. Hay un vigor en la expresión que se conjuga armónicamente con la forma estrófica elegida: los poemas son cantos, celebraciones del alma, que deambula gozosa en la certeza de estar anclada en el amor divino. Los versos quedan configurados, en este contexto de religación profunda, en ofrenda del poeta, en reconocimiento humilde de la grandeza divina, que es misericordia, belleza esplendente, amor a raudales. La seguridad espiritual del poeta se traduce en un verbo firme, modulado, que acoge con optimismo viador a las criaturas y todo lo creado: “Y mi palabra es rústica de barro / se ilumina en férulas de estrellas/ cuando bajo a la tierra con tu boca // y extraigo agua divina del guijarro / y se desborda el pozo en las botellas; / tu oratoria de Dios que se desboca”.
Antonio Bocanegra Padilla, El alma que me diste (Cádiz, España). El poeta percibe a Dios como un verbo íntimo –voz, canto, susurro–, y suplica quedar sumergido en esa corriente sonora. Hay una conciencia purgante del que busca a tientas y del que se sabe creatura, si bien llamada a lo eterno. Esta certeza de indigencia se vive sin tragedias ni aspavientos, más bien con serena resignación, y a veces con el esbozo de una sonrisa del que acierta a desdramatizar su precaria coyuntura, porque sabe que Alguien más grande lleva el timón de su existencia. Hay, sin embargo, dudas, interrogaciones, tanteos, que terminan siempre en una confiada entrega a la tutela divina. Los versos son hermosos, sencillos e inmediatos, apreciándose su cultura poética. Podemos encontrar imágenes de sabor vallejiano: “Dime, ¿qué hacemos en nuestro papel / de malogrados Sísifos / y condenados a vivir / muriendo a todas horas”. O también, recordándonos ecos manriqueños: “¿Qué importa lo que sea cuando muera, / —barro, polvo, esqueleto o calavera— / si Él dará vida a todo lo que es muerte?”.
Theresia Bothe, El Respiro. Tu Espíritu dentro de mí (Sicilia, Italia). El yo lírico va desgranando, conforme el libro avanza, su experiencia sacral de Dios: ese es su punto de partida, la sacralidad que encuentra en su íntima vivencia y la que advierte en cuanto le rodea. Desde esa posición religada, acomete su verbo poético como súplica e invocación; sus reiterados imperativos son solicitudes amorosas que llevan implícita el ansia de plenitud que solo pueden venir de quien lo es todo: “Sáname con la risa / de las nubes que juegan. / Sáname a través / de la mirada de un niño”. Todos los poemas están penetrados por esta ansia de totalidad que, sin embargo, convive con los pequeños momentos y detalles de las cosas y la vida: “Veo un campo de girasoles / y sonrío, / casi sin querer”. Quizás podamos resumir esta delicada poesía con la última estrofa que cierra este hermoso poemario: “Mi alma: / Es una hoja / sobre la que el miedo / gotea como rocío / en espera del alba. / En espera del Sol.
Iván Cabrera Cartaya, Aspira a lo celeste (Tenerife, España). La mirada del poeta en estos versos sabe reconocer, a la vez que la absoluta trascendencia de Dios, su presencia misteriosa en el camino humano. Se siente, por ello, llamado a ser como el profeta de esa presencia: “Porque, Señor, el mundo es tu alfabeto / Y a su lectura he dedicado la existencia”. El yo lírico es un viador esperanzado, a quien sostiene la contemplación extática de un paisaje transfigurado por el amor: “también yo soy un ritmo / ansioso de tu hallazgo, deseoso de ti / que vas por bosques y colinas”. Ante la eternidad divina, el poeta asume la paciente espera, el trato con lo temporal, sin enraizarse en cuanto es efímero. Asume su lugar en el mundo, su condición atribulada, cuyo origen es tanto lo que de imperfecto ve en sí como en el horror creado por el hombre en su desatino. Su paciencia es amorosa: “Amar es una espera / que trata de entender sus llagas”. La poesía de Aspira a lo celeste fluye es honda y mansa, brota de una alianza amorosa con el Dios que pastorea el alma del poeta.
Luis García Pérez, Tu presencia es trigal de mi esperanza (Ciudad Real, España). Como reza el título de este libro, la presencia de Dios lo llena todo en el ánimo del poeta, presencia que causa asombro y gratitud. Son versos luminosos, transparentes, en los que la divinidad toca la vivencia del yo lírico desde lo profundo del ser hasta el nivel sensorial. Todo es entonces ocasión de encuentro dichoso y tierno, la manifestación de un ósculo espiritual que despierta en el yo la virtud de la ternura filial: “Llegas cribando el sol en tu mirada, arrullando los mares con tus límpidas manos, / y el fru-frú de las olas es el beso sonoro / en nuestro laborar de cada día”. Esta riqueza divina que el poeta reconoce como don no le exime de sentirse pequeño e indigente, y desde su penuria existencial es capaz de reconocer su vida como pura gratuidad: “Pobre seré y pobre mientas viva / porque si estoy contigo nada quiero / sino encontrarte al fin de este sendero / con el alma sencilla y compasiva”. No obstante, también se hace eco del dolor del mundo, y lo hace desde la esperanza que recibe la garantía de una misericordiosa redención.
Carlos González García, Con los párpados vencidos (Madrid, España). Una sensación de intemperie se desprende de estos poemas, lo que no obsta para decir que en esa fría desnudez interior el poeta va destilando su verbo amoroso. Es un amor a costa de la laceración que produce la noche, el frío, la fatiga: “aún hay esperanza, / porque habita en este hastío el verbo amar, / aunque escuezan las espinas en tus hombros”. El poeta escoge del Amado sus horas desventuradas y lo retrata en su humanidad declinante: “Cuán triste es, mi Dios, / verte a solas, ahí, / abandonado, / con el alma en carne viva”, y se ofrece para hacer de cirineo, para servir de paño humedecido al rostro llagado por amor: “Toma mi lienzo, lo había guardado para ti”. La vía santa y el Calvario se actualizan en los poemas porque el yo lírico busca unirse al costado de donde mana la sangre redentora, y quiere participar de una pasión que es tanto de sufrimiento como de amor: “Es tal el anhelo de abrazarte, / que he tocado carne muerta, sin querer. / Estar sin mí, para estar contigo, / solo anhelo cada brasa de tu piel”. Al final, se impone la vida resucitada: “que la última palabra no la tiene la muerte… / la tiene el Amor”.
Teresa de Jesús Rodríguez Lara, Tu clara presencia (La Laguna, Tenerife, España). Poemario que se desarrolla desde la seguridad que da la conciencia filial, en el que imperan tanto la suavidad como la pasión amorosa. Hay ecos repetidos de la mística clásica: “castillo interior”, “música callada”, “silencio sonoro”…, así como resonancias bíblicas: “hijo pródigo”, “Buen Pastor”, “Agua viva”… Una vehemencia sostenida nutre los versos, al igual que la lúcida visión de lo celeste vivido como primicia ya en el contexto terrenal. La visión se hace táctil: “enciendes en mi alma / serenas claridades / que bullen en mí / como lluvia de besos melodiosos”; el hablante lírico arde en deseos de abismarse en lo celestial, de quedar inundado del agua viva que es Dios. Ni la certeza de la precaria condición humana hace titubear la voz lírica; la poeta se sabe incorporada al cauce del amor divino, y ansía quedar embriagada del sentimiento amoroso: “Quién bebiera y bebiera hasta hartarse / del torrente vivo / que rueda por tu pecho”.
Miguel Sánchez Robles, Terrible ángel de sed (Murcia, España). Hay en los poemas un deslumbramiento provocando una luz divina que no es solo cenital, sino también la que refleja la creación entera; y paralelamente, una sed que, con mística paradoja, invita a saborear los ámbitos íntimos de la propia vida: “¡Qué dulzura, Señor, / este polen sin cáncer / que nos unta por dentro / este polen suavísimo en el alma dormida”. La actitud contemplativa del yo lírico lo lleva a un estado de mirada esencial, en el deseo de quedarse con la verdad de sí mismo y de las cosas; por ello, hay un tono oracional que recorre todo el poemario, revestido de una dulzura no exenta de cierta melancolía donde la herida nos precede: “La poesía no habla. / Es sólo tentativa de nombrar / la herida que nos causa la existencia. / La poesía no habla. / Es tu propio dolor / de estar aún vivo”.
Lucrecio Serrano Pedroche, Monte de las Bienaventuranzas (Albacete, España). La voz lírica discurre tersa, sigilosamente, como una música que desea llegar a Aquel en quien puede cumplir su destino final: “Más allá del sigilo / de los pies desnudados por las olas. / Incluso más allá de las banderas […] / Quiero estar más allá, /contigo, / donde el amor empieza y no termina”. Los poemas de este libro se despliegan en un marco intimista, en el que el alma del poeta va tejiendo, al hilo de las Bienaventuranzas, un tapiz de fondo oracional. El poeta se siente desasido del mundo, pero es consciente de su pobreza espiritual, y por eso clama con insistencia la gracia que necesita para ser enteramente de Dios: “Enséñame a tener un sueño, / enséñame a sembrar estrellas. / […] Enséñame a querer como las olas / van queriendo a las aguas de su mar”. Una sed unitiva, de encuentro y mística consumación nutre los poemas y los alienta, de forma que el yo lírico no deja caer los brazos, mantiene siempre una amorosa tensión hacia lo divino.
Beatriz Villacañas, Donde nace la sed. (Madrid, España). Poesía dialogal e intimista que se dirige a un Tú divino que es, por igual, belleza y luz, pero sobre todo destino. El optimismo que empuja al yo poético hacia adelante nace de la certeza de haber orientado todo el ser hacia Dios. Estamos por tanto ante una poesía vital y unitiva, en la que el alma se siente alada, convocada al ascenso, a la vez que encadenada por férreos eslabones que la atan al barro del que estamos hechos. Este recorrido espiritual se realiza, consiguientemente, en dolor y en amor, por lo que el verbo poético nace de una herida espiritual: “Ya desde que nací, el grito se hizo carne”. Hay muchas reminiscencias de la poesía mística clásica –la “música callada”, el “áspero sendero”…– reformuladas en un estilo personal, que combina con equilibrio sobriedad y vehemencia. Sorprenden algunos acertados haikus con los que expresa su fina sensibilidad ante la presencia divina: “Hoy Tu sonrisa / ha venido a aliviarme / la pena mía”.
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